
Fue hace tiempo…
El autobús se me escapaba. Tenía mucha prisa.
Corrí para cogerlo. Levanté las manos para llamar la atención del conductor. Resbalé y me caí. Mi móvil saltó por los aires. Dos sentimientos encontrados; Rabia y Sentimiento del Ridículo. No me dolió la caída. Me dolió el bolsillo. La rotura de la pantalla costaba 100€.
Me auto consolé diciendo: “Podía haber sido peor. Me podía haber roto los dientes”. Eso hubiese dolido más. Infinitamente más caro.
El día siguiente fui a la casa oficial. En una hora y media me lo tendrían reparado. Dejé el móvil y fui a una cafetería a esperar. Huérfano de móvil. Completamente asilado de mundo virtual. Solo me tenía a mi mismo. Pedí un café. A mi alrededor unas 20 personas. Todas – absolutamente todas – con su móvil en la mano. Sin comunicarse entre ellos. No había periódicos en la cafetería para leer. Tampoco disponía de un libro a mano.
Menudo aburrimiento. Bueno. Solo es una hora y media de soledad y aislamiento tecnológico. Miré por la cristalera de la cafetería. En un banco dos ancianos sentados. Sin móvil. Hablaban entre ellos. Reían. Hacían bromas a unos niños pequeños que jugaban cerca.
Salí de la cafetería. Y me senté en el banco vecino. Simplemente a observar. Con atención verdadera. Sin prisas. Sin móvil.
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