
Asignaron una tarea a la becaria. Resolver una incidencia del programa de cheques. No era una incidencia cualquiera. Debía modificarse la subrutina de código maldita. La innombrable. Rutina huérfana de padre y de madre. Desfigurada de cara y cuerpo con múltiples parches.
La becaria se puso manos a la obra. Motivada. Sin miedo. Investigó. Hizo pruebas. Trabajó mucho. Finalmente, identificó el punto de fallo. La subrutina aportaba tres valores de salida. Tres números cardinales. El 0, el 1 y el 2.
– Estaba segura que el resultado no era 2.
– El resultado 1 era improbable. Tener la certeza implicaba decenas de hora de pruebas.
Tomó una decisión ‘ejecutiva’. Modificó el código para que el resultado fuese siempre 0. Subió la incidencia a producción. Pasaron las horas. Parecía que todo iba bien. Hasta que sonó el teléfono. El programa de cheques no funcionaba. El valor debía ser 1.
El director de negocio llamó al responsable de la consultora. Pidió explicaciones. Exigió firmemente el nombre y apellidos de la persona que había tocado el código. El socio atendió a su petición. Le dio diez papeles. En cada uno de ellos había escrito un nombre. El de todo el equipo. Incluido el suyo.
Sólo faltaba uno.
El de la becaria.


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